Un amor que se muerde
La prueba de que estoy
con la persona indicada para mí se posa en mi mesa todas las mañanas a la hora
del desayuno. Ella es mi chorro de agua, yo soy su puñado de harina, y juntos,
conformamos una masa perfecta. Somos ingredientes amalgamados en una sola
unidad, distinta y nutritiva. Cada uno mantiene su naturaleza, su composición y
textura hasta ese momento en que libre y voluntariamente nos entregamos a la fermentación y al
fuego del amor que nos desintegra para convertirnos en un pan caliente que
alimentará a bocas hambrientas.
Me gusta pensar en el
amor como un proceso químico y físico. Cada uno buscando diestramente al otro
para ofrecerse y transformarse. Quienes nos conocen y ven de cerca, saben de
nuestras explícitas diferencias. A mí me cuesta tanto salir de mí y a ella, le es
tan fácil volar por los aires. Yo escucho música en silencio e inmóvil, ella,
canta y baila como un juguete en Navidad. No somos agua con aceite, somos triza
de trigo secado al sol que besa la lluvia saltarina.
Con todo, con estas
disconformes procedencias y materias, yo no elegiría a otra por nada de este
mundo. A su humedad le debo mis lágrimas de interminable ternura y mis noches
de transpiración enamorada. A mi natural sequía ella le debe, su calma al
amanecer y su horizonte mejor dispuesto.
Juntos tenemos un aroma y un color dorado que invita a morder la vida y devorarla. Juntos somos vianda
admirable, enemigos del hambre, cuerpos saciados y despensa de los dioses. No
más migajas ni limosnas mezquinas en este camino incierto. Somos pan, somos
abundancia.