Nos hemos querido siempre, Susy

Si hay algo que nunca se debe hacer, es mentirle a los niños, ni ocultarles verdades, por evitarles algún dolor, porque tarde o temprano, lo sufren.

Cuando yo tenía alrededor de 7 años, noté cierto movimiento inusual en mi casa, especialmente con mi hermana Susy, quien tendría unos 17 años. Ciertas compras especiales de ropa fuera de estación, ciertos papeleos, ciertas llamadas larga distancia y finalmente algo que delataba el cometido, una maleta. Sí, mi hermana Susy viajaba a Chicago.

Con ella, mi relación era específicamente maternal y fraternal. Mi segunda madre, mi gran hermana. Me bañó desde que nací, me cocinaba especialmente, me talqueaba y me explicó por qué se me paraba el “pipí”, me cuidaba por las noches, me ayudaba en las tareas escolares, paseábamos juntos y con sus amigas, me usaba de cómplice en sus travesuras con sus primeros enamoradillos, me bautizó con mil sobrenombres “corazón de melón, papiquerido, mi cucharón, mijo querido”. Susy me sustentó con afectos y cuidados adicionales.

Hasta que una noche entró al escritorio donde yo estaba haciendo mi tarea, para decirme “Papachito, me voy a ir de viaje por un tiempo...” No recuerdo bien cómo terminó su comunicado, pero todo parecía resistible. Era sólo un viaje temporal. Es más, me emocionaba que ella viajara, que estuviera más cerca de Disney, mi sueño de todas las noches de infancia.

Un 16 de agosto por la noche, con la maleta abierta, la vi meter las últimas artesanías que familiares le encargaban llevar. La recuerdo vestida con un pantalón celeste de jersey, una blusa floreada, un neceser, un bolso de alpaca que le obsequiaron y su estuche con todos sus documentos, incluido un talonario que aun recuerdo lleno de travel checks que mi papá le advirtió cuidar mucho. Así emprendimos el viaje. Nosotros al aeropuerto, ella a su destino final.

Después de los chequeos obligatorios, llegó el momento de despedirse. Parece que su rostro al acercarse a besarme, me dijo que no nos veríamos por mucho tiempo o quizás, recién entendía yo con claridad, que Susy estaba marchándose no sólo del país, sino también de mi vida. Su beso fue prolongado y amoroso como siempre, pero con ese tonito escondido de “tienes que ser fuerte, corazón de melón”. Yo ya había empezado a llorar, porque toda la escena lo ameritaba, las caras de mis papás, de mis hermanos, de mis tías, de sus amigas. El cielo entero llovía.

Cuando cruzó la puerta de ingreso y vi su última despedida con la mano alzada, se me rompió el alma. Algún órgano interno y desconocido parece que se desgarró, ocasionándome echar un grito agudo de dolor y soltar una sarta violenta de lágrimas que mojaron mi cara y el abrigo de mi mamá, quien me apretaba contra ella. Lloré por una semana. Algo se había muerto sin morir. Su ausencia me destruyó. Susy me había dejado un poco huérfano, desvalido y solo.

Recordar esas semanas aún me producen dentro, un cierto ahogo extraño. Proviene de esas cavidades del corazón que nunca más, nadie podría llenar, que se quedan vacías para siempre y con las que tenemos que aprender a vivir, a crecer, a subsistir. Ley de la vida. Avances sin retrocesos.

Han pasado muchos, muchos años. Susy es ciudadana de otras tierras. Hoy, es hasta abuela. Me llama por teléfono semanalmente y hablamos más de una hora. Infaliblemente el calor, la confabulación, la intimidad, el acogimiento se han mantenido intactos.

Raíces robustas. Años frondosos. Ramas entrelazadas de por vida. Sangre y savia. Florecimientos indestructibles. Hermanos desde siempre y para siempre. El árbol del amor, al fin y al cabo.

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