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Mostrando las entradas de enero, 2018

Una nueva hoja

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Hace dos días, alguien me preguntó si era pecado consultar el horóscopo o ir donde alguien que leyera el tarot. Obviamente, le contesté como siempre suelo contestar en estos casos: la verdad, no me importa mucho si es o no es pecado. Lo que sí es para mí, es una grandiosa bobería. ¿Qué significaría entonces eso de confiar en esas prácticas mágicas de ver el futuro, que todo está escrito y predestinado para mí? ¿Dónde (beep) estaría entonces mi libertad y mi voluntad para construir mi futuro y mi historia? ¿Acaso soy un androide o un pedazo de carne sin capacidad de decidir sobre mí? No hay naipes, no hay líneas de las manos, no hay constelaciones más poderosas que la suma de una reforzada voluntad y la providencia de Dios. Cuando uno se hace más viejo como me estoy haciendo yo, comprende que la vida que uno tiene no es otra cosa que la suma de decisiones, que donde estamos ahora no es otra cosa que el resultado de un montón de decisiones pasadas. Y donde estaremos mañana será el resultado de lo que decidamos hoy. Si de algo estoy seguro es que Dios no es Gepetto ni nosotros, sus títeres de madera. Dios nos ama y sobre todo, nos quiere libre. Bien libres. Tampoco hemos de ser unos arrastrados por lo que los otros arbitrariamente nos sugieran, ordenen, opinen o piensen de nosotros. Ahí hemos de ir, donde queramos ir.

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Desde que escribo ya no solo por placer sino como regla personal, me ha venido costando mucho más encontrar en mi vocabulario, palabras que encierren contenidos positivos; he tenido que repetir una y otra vez palabras tan trilladas, imprecisas y almidonadas como “amor”, como “esperanza” o “felicidad”. Sin embargo, para enunciar una emoción lastimera o destructiva, siempre me ha resultado facilísimo hallar la palabra más precisa de entre un vasto y adyacente vocabulario personal. Sin el ánimo de ponerme como ejemplo de nadie, quizás ello se deba a que por lo general, todos nosotros pensamos, hablamos o sentimos mucho más de lo malo que existe. Nuestro lenguaje se ha acomodado a nuestro mal hábito de ver lo oscuro de la vida y de nuestras vidas. Hemos inventado más palabras para usar y referirnos a nuestras cargas y miserias que para nuestros empeños a ser felices. No podemos negarlo, mucha culpa ha tenido esa errada versión castrante y oscurantista de la religión católica que aún ahora, tanto reprocho y corrijo. Por eso ahora en mis libros soy un obsesivo con encontrar palabras sencillitas pero de significados portentosos para todas las realidades humanas en igual medida. Se trata de armonizar, simplificar, colorear y vigorizar nuestra dispareja y desproporcionada humanidad. Quiero escribir de todo lo que vivimos, sin descartar palabras censuradas. Es mi reto personal, mi filosofía de vida y mi afán como escribidor. Es mi juramento con mis lectores.

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Un cuaderno celeste para cambiar el mundo y de calzoncillo.

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Un lector, a quien llamaré A.N., me escribió en un mensaje, una frase que me dejó cavilando por su forma tan confiada y prodigiosa de encarar el comienzo del nuevo año. “No creo en Dios, pero creo en los milagros y sé que a mí me ocurrirá” - lo afirmó con certeza- . A.N. sabe que desde algún lugar y un tiempo desconocido, algo o alguien superior le concederá un suceso extraordinario y maravilloso. Aunque los agnósticos y ateos me lo van a negar, ellos saben recónditamente que hay una dimensión sobrenatural que crea y actúa de manera propicia sobre su vida. Lo que debía saber A.N. es que eso que espera como milagro no es otra cosa que Dios interviniendo como Dios, es el Dios que es asombroso asombrando nuestras vidas con sus maravillas. Dios no es el antónimo de la razón y la lógica con que se desenvuelve nuestra historia personal sino, es su complemento y completitud. Este año si crees que habrá un milagro en tu vida, abre bien los ojos para ver detrás la inequívoca señal de la autoría de Dios. No es misterio, es pura realidad.