Desde que escribo ya no solo por placer sino como regla personal, me ha venido costando mucho más encontrar en mi vocabulario, palabras que encierren contenidos positivos; he tenido que repetir una y otra vez palabras tan trilladas, imprecisas y almidonadas como “amor”, como “esperanza” o “felicidad”. Sin embargo, para enunciar una emoción lastimera o destructiva, siempre me ha resultado facilísimo hallar la palabra más precisa de entre un vasto y adyacente vocabulario personal. Sin el ánimo de ponerme como ejemplo de nadie, quizás ello se deba a que por lo general, todos nosotros pensamos, hablamos o sentimos mucho más de lo malo que existe. Nuestro lenguaje se ha acomodado a nuestro mal hábito de ver lo oscuro de la vida y de nuestras vidas. Hemos inventado más palabras para usar y referirnos a nuestras cargas y miserias que para nuestros empeños a ser felices. No podemos negarlo, mucha culpa ha tenido esa errada versión castrante y oscurantista de la religión católica que aún ahora, tanto reprocho y corrijo. Por eso ahora en mis libros soy un obsesivo con encontrar palabras sencillitas pero de significados portentosos para todas las realidades humanas en igual medida. Se trata de armonizar, simplificar, colorear y vigorizar nuestra dispareja y desproporcionada humanidad. Quiero escribir de todo lo que vivimos, sin descartar palabras censuradas. Es mi reto personal, mi filosofía de vida y mi afán como escribidor. Es mi juramento con mis lectores.

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