Hace dos días, alguien me preguntó si era pecado consultar el horóscopo o ir donde alguien que leyera el tarot. Obviamente, le contesté como siempre suelo contestar en estos casos: la verdad, no me importa mucho si es o no es pecado. Lo que sí es para mí, es una grandiosa bobería. ¿Qué significaría entonces eso de confiar en esas prácticas mágicas de ver el futuro, que todo está escrito y predestinado para mí? ¿Dónde (beep) estaría entonces mi libertad y mi voluntad para construir mi futuro y mi historia? ¿Acaso soy un androide o un pedazo de carne sin capacidad de decidir sobre mí? No hay naipes, no hay líneas de las manos, no hay constelaciones más poderosas que la suma de una reforzada voluntad y la providencia de Dios. Cuando uno se hace más viejo como me estoy haciendo yo, comprende que la vida que uno tiene no es otra cosa que la suma de decisiones, que donde estamos ahora no es otra cosa que el resultado de un montón de decisiones pasadas. Y donde estaremos mañana será el resultado de lo que decidamos hoy. Si de algo estoy seguro es que Dios no es Gepetto ni nosotros, sus títeres de madera. Dios nos ama y sobre todo, nos quiere libre. Bien libres. Tampoco hemos de ser unos arrastrados por lo que los otros arbitrariamente nos sugieran, ordenen, opinen o piensen de nosotros. Ahí hemos de ir, donde queramos ir.

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