Encuentro de amigos.
Anoche me reuní con tres amigas del colegio. Es en ocasiones
como estas en las que uno constata que el paso del tiempo es confuso y
travieso. Han transcurrido una barbaridad de años que no veía a dos de ellas; pero
a la vez, el encuentro fue como un salto ligero y breve al pasado, a la niñez
común. Las vi llegar al café elegido, nos dimos unos abrazos sobrios, mezcla de
etiqueta y lánguido afecto, unas palmaditas en el hombro y unos acercamientos
de mejilla que no se entiende bien para qué sirven. La forma de saludar a veces
resume gráficamente nuestras relaciones. Dime cómo se saludan dos personas y te
diré qué son o cómo están. Yo soy de estrechar, no de abrazar. Cuando acerco mi
cuerpo al cuerpo de un amigo, huyo de la cortesía y quiero expresar sutilmente mi
confianza y acogida. Saludar con un abrazo a un amigo es cruzar el umbral
reservado a quien en realidad forma parte de tu vida. Tocar, aunque cada vez
nos tocamos menos, es la forma más exacta de estar presente.
Ordenamos dos cervezas, un vino y un agua mineral con limón.
Estaba yo ahí, con tres señoras sin tener claro cuánto de nuestras vidas iban a
ser expuestas. Sabía que gran parte de la conversación giraría en torno a
recuerdos graciosos, a anécdotas difusas y a personajes que no sabemos si viven
o ya están muertos, pero también sabía que yo iba intentar saltar a contarnos
en qué nos hemos convertido. Ya no me gusta que el énfasis de mis pláticas esté
en algo que fui. Hoy hablo del hoy, de lo que soy y de lo que tengo. Ahora me
parece más sano y provechoso transparentar el resultado final de la ecuación
que es el vivir en vez de sumergirme en los factores sucedidos que ya superé y
hasta olvidé.
Sé que no es fácil lidiar con el tiempo, con la marcha ineludible
de nuestros cambios de personalidad. Aquellos rasgos que en un momento nos
sirvieron para darnos a conocer como distintivo y escudo, van desapareciendo
hasta hacernos irreconocibles con nosotros mismos y todavía más con los demás.
Los amigos de infancia son involuntariamente los jueces más certeros de nuestra
evolución. Estos comparan y evalúan. Estos certifican nuestras mudanzas de piel,
nuestros fragores y victorias de largo aliento.
Un reencuentro como estos no está hecho para saber cuántos
hijos o nietos tienes, cuántos matrimonios y divorcios hay en tu balance
personal, cuántas diplomas, viajes, porciones de tierra y dígitos en tu cuenta
de ahorro. Eso aparecerá en tu biografía, en tu testamento y la verdad, no me
interesa. Verme con amigos de infancia, con amigos que iniciaron la excursión
conmigo, con amigos con sabor a inmortalidad es una rúbrica virtuosa de que mi
vida ha fluido, de que he cambiado para bien o para mal, de que no soy ni
quiero ser el mismo de ayer, de que los años no han pasado en vano, de que la
felicidad se compone precisamente de saber que en el cambio está la felicidad y
de que hasta ahora he convivido bien conmigo mismo.
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