Ella se perdió

Su corazón latía lento como el tic-tac del reloj de su cocina, como las gotas del caño malogrado. Algo le aguardaba. Algo estaba por ocurrirle como el suceso final de un cuento escrito por unas manos gigantes y traviesas.

Quiso despedirse de lo que había sido y perderse. Y se perdió en la noche como una niña malcriada huyendo de su madre y de sus juguetes, esos que ya habían empezado a aburrirle. Caminó tres alamedas y el filo de un acantilado. La noche estaba fresca. Y todo el paisaje y las luces y el gentío eran parte de la visión y la rebuscada novedad. Le bastaba encontrar ese alguien a quien besar y perderse para siempre en la agitación de su boca extranjera.

En su última parada, poco antes de abordar el último tren de la noche, allí estaba él, de pie y aguardándola como un fiel custodio del destino. Un jean recortado a la altura de las rodillas, unas sandalias de goma, una inocencia, una melena castaña, un anillo de acero brillante en el dedo medio, una mirada profunda, unos brazos recios descubiertos, un jadeo de ternura y una de esas sonrisas que invitan a trepar el olimpo.

El encuentro fue perfecto. Se reconocieron. Ambos llevaban el aura dorada; y en la sien, el signo invisible y tatuado que solo ellos podían leer. Solo había que seguir las instrucciones que aquella noche se les había dado, de perderse y encontrarse. Mientras los minutos transcurrieron con la tiranía de siempre, cuanto más solos se quedaron en medio de la estación, cuando los primeros rayos de sol comenzaron a matar las sombras y la duda, se besaron. Apretaron sus labios con urgencia y sin repentinas incertidumbres de lo que pasaría después porque todo ya estaba escrito, porque la vida estaba inventada así, dispuesta y resuelta para siempre. Huyeron. La eternidad empezó y terminó a la vez. Desaparecieron y hoy nadie sabe de su paradero.

La ciudad se quedó vacía esperando a que un día yo también decida perderme.  


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