Gracias por tantas historias que me cuentan. Les agradezco compartir sus vidas conmigo. Yo escribo sobre ellos y para ellos: Contar una historia es más efectivo que explicar una definición. Una definición cierra y atasca la mente, una historia la abre y explaya. Como la historia de Leonela, que desde niña soñó con ser como Platini, y que a solas y a escondidas, dibujaba estratégicas jugadas de futbol en sus cuadernos de hojas cuadriculadas. O como la historia de mi buena Lidia, que se quedó con las ganas de estudiar enfermería ante la dulce pero firme intransigencia de sus padres quienes ante todo y por sobre todo, la querían ver “bien casada”. O como el entrañable Pedro, que apenas se toma dos whiskys conmigo alejado de la rutina de su esposa y de sus tres hijos adolescentes, empieza a ronronear y poner esa cara de llanto contenido y se toca el flequillo y suspira y humedece sus labios y recuerda a su James. O como Pepe que no contó a nadie de su miserable infancia, o como Luisa, Joshua, Greg o la tata. O como los millones que tienen historias sin contar y cuyas vidas bien confesadas podrían inyectar vida a otras vidas. Por tiempos prolongados, a oscuras y a solas, todos hemos respirado cortadamente en armarios de madera o transparentes para protegernos del ataque, del rechazo o de la contracorriente. A todos nos llega el momento en que buscamos oxígeno fuera de nosotros. Nos resulta carísimo enfrentar al mundo y poner el pecho. Pero más caro sería quedarse encerrado sin contar nuestras propias historias, más caro sería quedarse sin ser uno mismo. Porque ocultar es mentir, callar es desaparecer y esconderse es morir.

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