Los cumpleaños de mi mamá siempre tuvieron dos detalles indelebles y simbólicos de cómo ella acostumbraba a celebrarlos. Quizás eran los mismos detalles que definían su personalidad y su forma de entender la vida misma: No le gustaba que la lleváramos a cenar a algún restaurante ni sentirse la reina por un día sino, ella misma, desde días antes, hacía las compras para luego, cocinar durante horas seguidas, los platillos que a otros les encantaría. Era ella quien agradecía con su sabor, su buen humor y servicial amor, el cariño que recibía durante todo el año de los suyos. En segundo lugar, nunca invitaba a nadie. Todo aquel que quería saludarla, era bienvenido. Siempre las puertas abiertas, siempre una mesa puesta, siempre una acogida; siempre una oportunidad de celebrar, aunque a veces matizada de penas, la vida. Su cumpleaños no era suyo, era para los demás. Si algo había que festejar, era una vida obsequiada para los demás. Si se cumplía un año más, que fuera para amar y dejarse amar. ¡Felíz día, feliz vida en la eternidad, mamá!

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