Las tradiciones navideñas como todas las tradiciones son bonitas. Cumplen una función decisiva al identificar a una familia o un grupo social, nos unen en torno a un mismo sentido, nos emocionan. Está muy bien eso, pero también, según mi experiencia, pueden ocasionar fuertes erosiones y desgastes de energía cuando tenemos que hacer hasta lo sobrehumano para mantenerlas intactas en el tiempo. A veces hay que detenernos y reflexionar sobre si la vida no nos está pidiendo una mudanza de las tradiciones en función de un nuevo sentir personal, de un nuevo ambiente, de una ausencia o de una distinta circunstancia. Por ejemplo, muchos años me entusiasmó ataviar todos los rincones de la casa con adornos de colores rojo y verde, mis amigos y familiares son testigo de ello, hasta que la vida -mi vida- cambió. Ya no me empeño en manifestar el significado de la Navidad con los mismos ritos y costumbres. Mi espíritu me reclama otras formas: nuevas luces, nuevas intimidades, nuevas melodías, nuevas perspectivas, nuevos lenguajes y nuevas ilusiones para un mismo fondo. Antes, me emocionaba agasajar a los míos; hoy los escucho con otro tipo de atención a sus cambiantes necesidades y honduras. Ahora mi celebración es más intangible y más introspectiva. Sin sacrificar la alegría ni el encuentro con los otros, ahora la proceso como si fuera un abrazo prolongado en el que los pechos abiertos se acercan mutuamente y auscultan sus latidos. La Navidad cada año es como Jesús mismo: novedoso, comedido, creativo, dócil, ferviente y fiel, eterno pero siempre joven. Amar la vida es amar sus cambios y amar la Navidad, es amar sus cambios también. Que sigan viviendo un bonito Adviento.

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