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Mostrando las entradas de 2018

Una nueva hoja

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Las emociones son como esos comerciantes ambulantes que antiguamente recorrían las calles vociferando, ofreciendo sus productos, importunando y que oiamos desde dentro de nuestras casas. Esos cambios de ánimo aparecen de improviso en nuestros días, pero con un poco de sabiduría y control, uno debe recordar que esas voces internas desaparecerán tal como llegaron. Y la calle o nuestra mente volverán a recobrar el silencio y apacibilidadp. Cuando tengas un asomo o un estallido de emoción intempestiva, sea un poco agradable o negativa, tienes que saber que se esfumará. Cuando alguien cerca a ti, le pase lo mismo, también. Las emociones se van. Todos, más tarde o más temprano, volvemos a un estado neutral que nos permitirá vivir con templanza, cordura y juicio. Con un poco de entrenamiento, podemos aprender a que esos ruidos emocionales no nos hagan la vida imposible. En nuestras manos está volver a la paz.

Un día cualquiera puede llegar a ser como una pintura de arte abstracto. Considerando todos los estados de ánimo que atravesamos durante solo 24 horas, podríamos gráficarlos muy bien como los trazos, texturas, explosiones de color, ritmos, vacíos y movimientos conviviendo en un mismo cuadro pintado a mano alzada. Hoy creo que pasé por todas las emociones que un ser humano puede experimentar. Por la mañana, me enteré por sorpresa de la muerte de la mejor amiga de mi madre ocurrida hace varios meses atrás debida a una larga y salvaje enfermedad y rompí en llanto, a solas y en silencio. A media mañana, una compañera, durante cinco minutos me relató las peripecias que sufre cada mañana para asearse después de ocuparse en el baño teniendo el brazo derecho enyesado. Lloré una vez más, pero está vez de risa. Durante el almuerzo sintonicé el noticiero y me topé con un par de declaraciones de políticos despreciables opinando con cinismo de la coyuntura nacional y tuve que morderme la lengua para no despotricar ni escupir mi rabia junto con un pedazo de pollo frito. Por la tarde al llegar a casa, introduje mi mano en el bolsillo del maletín para sacar la llave de la puerta y no estaba, rebusqué en el fondo, palpé mi saco, la parte trasera del pantalón y no había nada. ¡Oh no y ahora cómo entro! Quise llorar, gritar y rezar a la vez, en cinco segundos de puro espanto y preocupación ya había empezado a transpirar, a temblar y a quedarme sin aire. El llavero había estado todo el tiempo colgando silenciosamente de una de las asas del maletín. Ya es de noche. Hora de dormir. El cuadro ha sido culminado con un último brochazo de color celeste como un cielo tropical. El sosiego y la paz recorren mis venas, mis pensamientos y mi espíritu tornadizo del día. Mis ojos se cierran. Mis emociones se silencian. Vuelvo a ser yo, un cuerpo con latidos pero sin sentir y sin movimientos. Solo durmiendo o muriendo dejaré de tener emociones.

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No voy a decir lo que ahora en esta sociedad de liberaciones, está muy de moda decir: que es malo depender emocionalmente de alguien. No, de ninguna manera voy a afirmar algo semejante. Más bien, voy a decir que alguien que no dependa emocionalmente o no quiera depender emocionalmente de nadie, es alguien que sufre, por lo menos, de una soledad opresiva o de una falta de empatía de verdad, preocupante. Es verdad, los adultos ya no dependemos verticalmente de alguien para sobrevivir como cuando éramos niños; pero sí, horizontalmente. Dependemos de quienes son el objeto y sujeto de los frutos de nuestra madurez. Ya no buscamos alguien que nos cuide ni soportamos a alguien que quiera dominarnos dentro de un estado de dependencia; pero sí necesitamos -y está muy bien- a las personas para dirigir nuestras virtudes, afectos y efectos. Yo no dependo para vivir, pero sí dependo para poder amar y ser amado. Por tanto, el amor puede ser dependiente. Más aún: nuestras relaciones deben serlo. Necesito a mi esposo, novia, padre, hermana, amigo o compañera para que sean el libre y firme depósito de mi amor y entrega. Mi amor depende de su recepción y acogida voluntarias. Y de la misma manera, su amor depende recíprocamente de mí, para existir y crecer.

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Ya está demostrado por la ciencia que los humanos somos fuente de energía. Por ejemplo, a través de nuestro cerebro, cada vez que pensamos, emitimos una frecuencia electromagnética que se puede medir. De igual manera cuando nos emocionamos, nuestro corazón emite las mismas ondas; sin embargo, estas son mil veces más potentes. Es un hecho científico, transmitir emociones es una actividad más poderosa y por tanto, más efectiva. Al escribir mis hojas, claro que me gusta pensar. Pero sobre todo, me gusta sentir. Es por eso, que solo escribo cuando una intensa y real emoción me atraviesa el corazón. Luego se convierte en imágenes y palabras, se activan mis dedos y se conducen vibrantes a pulsar el teclado. Así, un nuevo mensaje se consuma, una pequeña rebelión se comete, una fracción de la existencia se convierte en texto, una cuenta deja de ser pendiente y una emoción cobra vida para siempre.

Sólo para católicos: 1. La primera cuestión moral a la que debería ocuparse nuestra Iglesia es el tema de la justicia social, pues, esta cuando hace falta sí que es una tremenda inmoralidad. Esto sí es lo que en el Antiguo Testamento provocaba la ira de Dios (aunque yo no promociono la ira y menos creo que Dios la tenga). 2. Jesús vino a este mundo a anunciar una buena noticia a los pobres, vino a instaurar un nuevo orden de justicia y fraternidad; vino a comprometerse hasta dar su vida a que esto se haga realidad: en la última cena les dijo a sus discípulos que hay que PARTIR, REPARTIR Y COMPARTIR el pan que es de todos. Esta es la moral que hay que predicar desde la Iglesia. 3. Todos estamos invitados al banquete de la vida. Todos. Cuando nosotros nos presentemos ante Dios, no nos va a preguntar con quién nos hemos acostado y con quién no nos hemos acostado. Mucho menos cómo nos hemos acostado. Nos preguntará si hemos amado y si hemos sido justos, eso nada más. Que estén bien.

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Es muy bonito y reconfortante, para quienes somos creyentes, escuchar que te digan que están rezando por ti cuando algo difícil o malo te está pasando o te va a pasar. Se agradece, claro está. Uno se siente como si estuviera al frente de una batalla con un regimiento confiable que cuida nuestra retaguardia. Es más, uno se siente con ciertas ventajas sobre los demás. Pero, ¿qué sucede con aquellos que rezan a solas por sí mismos y por los que nadie reza? ¿Acaso Dios los abandona, acaso Dios los pone al final de sus propósitos? No, yo no creo en ese tipo de oración, como si esta fuera una subasta. Es más, yo no creería en un Dios que funcionara así, con el “quién da más”. Eso sería superstición. Creo y confío en la oración comunitaria para hermanarnos con un mismo Padre, para padecer juntos, para acompañarnos en las vicisitudes de la vida, para interesarnos el uno por el otro. No para sentirnos mejores, más santos ni más privilegiados sobre el resto de los demás creyentes. La experiencia que tengo de Dios es de alguien que no funciona como nuestras mentes comerciales y calculadoras funcionan. Es un Dios que aunque no le rece o aunque nadie le rece por mí, me acompaña en mis batallas, en todas. Es un Dios de amor incondicional.

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No es mi intención escribir con tristeza ni añoranza gratuitas pero, a raíz de haber escrito recientemente sobre recuerdos de mi mamá, varios de mis hojeros lectores se han identificado con mi sentir y en privado me han comunicado con libertad e intimidad sus inquietudes, sus miedos y pesares por las ineludibles pérdidas de sus padres. En mi libro “Las Hojas azules de Vicho”, he relatado los pasajes más tristes de mi vida: mis forcejeos contra la enfermedad, mis duelos y mis esfuerzos por recuperar la estabilidad después de la muerte de alguien que amas con todo tu ser. A la única conclusión que pude llegar en medio de tanta desolación fue que el amor que recibimos de nuestros padres, secretamente se transforma en millones de recursos para enfrentar el ingrato presente y salir airosos de las embestidas del destino. Toda esa potencia de su amor termina reposando en nuestros músculos, en los nuevos ardores y en una nueva forma de caminar, de vivir. El amor de un padre y de una madre es muy fuerte y a menudo, tan subestimado que creemos que termina con sus muertes. Si algo nos enseñan ellos es que no hay muerte que pueda poner fin al amor. Si algo hacen nuestros padres es traernos una y otra vez al mundo, son los que nos dan la vida, una y mil veces y nos reinventan, vivifican y reaniman las veces que lo necesitemos, aún después de dejar el mundo material. ¡Ánimo e ilusión, amigos! P.D. En el primer comentario, les dejo el enlace a mis "Hojas Azules de Vicho".

Los cumpleaños de mi mamá siempre tuvieron dos detalles indelebles y simbólicos de cómo ella acostumbraba a celebrarlos. Quizás eran los mismos detalles que definían su personalidad y su forma de entender la vida misma: No le gustaba que la lleváramos a cenar a algún restaurante ni sentirse la reina por un día sino, ella misma, desde días antes, hacía las compras para luego, cocinar durante horas seguidas, los platillos que a otros les encantaría. Era ella quien agradecía con su sabor, su buen humor y servicial amor, el cariño que recibía durante todo el año de los suyos. En segundo lugar, nunca invitaba a nadie. Todo aquel que quería saludarla, era bienvenido. Siempre las puertas abiertas, siempre una mesa puesta, siempre una acogida; siempre una oportunidad de celebrar, aunque a veces matizada de penas, la vida. Su cumpleaños no era suyo, era para los demás. Si algo había que festejar, era una vida obsequiada para los demás. Si se cumplía un año más, que fuera para amar y dejarse amar. ¡Felíz día, feliz vida en la eternidad, mamá!

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Crecí en una casa donde la cocina fue centro de la vida. Ahí estuvo mi hogar y no los finos reposteros. No solo fue un sitio para la parada de rutina de llenar la barriga sino, donde se masticaba lentamente el amor mientras nos mirábamos y hablábamos; donde sus ollas dieron calor y olor que hasta hoy me duran, donde siempre había una silla para el que podía llegar por sorpresa. El tener, el recibir y el dar tuvieron forma de carne, bebida y pan. ¿Sería una cocina o un aula? No sé por qué hoy creo que mis padres (sí, los dos) me dieron a luz para siempre en aquella cocina.

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