De cuando vivía de noche
Los que me conocen, saben que soy un lector
nocturno. Mejor dicho un noctívago: disfruto a medianoche de realizar actividades
que otros realizan ordinariamente en el día, desde freír huevos hasta cortarme
el pelo a mi antojo. Fue Magda, mi mamá, quien me definía como un "ojo
duro". Pero desde que tuve que hacer cambios en los horarios de dictado de
clases y empezar a levantarme apenas amanece como cualquier proletario responsable y tristón, con la compañía de pajaritos majaderos que podrían seguir durmiendo
hasta el mediodía, ya no puedo leer y escribir por las noches tanto como quisiera. Ahora,
los ojos se van cerrando involuntariamente con el último noticiero de la noche,
las ideas se me presentan imprecisas, la sinapsis es lenta y errática y el
efecto invernadero se apodera de mi habitación.
Me extraño a mí mismo. Añoro mi lucidez. Echo
de menos mi creatividad y mi chispa de imaginación, que siempre fueron las rúbricas
personales de que soy un sobreviviente del trajinar del día, del ruido machacón,
del mundo bárbaro y de la hipnótica cotidianeidad. Me he convertido en un búho
que ahora está condenado a comer mariposas cuando su dieta eran los murciélagos.
Soy un espectro que ha desaparecido en medio de la luz solar.
¿Y ahora? Ahora escribo debajo de la cama,
dentro de los armarios, entre mantas y doseles grises, oculto en baúles de ébano.
He escondido los relojes. Tapiado las ventanas. Descolgado el teléfono. Narcotizado
los canarios. Enfundado las paredes. Eclipsado los amaneceres.
La vida continúa. La noche ha muerto para mí.