El asiento posterior
La calle Bellido es
empedrada y cuesta arriba. Mientras yo la caminaba por un costado, observé un
hombre que con su automóvil malogrado intentaba empujarlo para que arrancara. Sudoroso
y decidido, con la puerta abierta desde el lado del timón insistía en conducirle
y darle la viada suficiente para que el motor volviera a encenderse y seguir su
marcha. Llevaría buen rato sin éxito. A pesar de la mirada compasiva de todos
los que pasaban por ahí, nadie se detenía a ayudarlo.
Decidí darle una mano
pues iba a ser imposible poder hacerlo solo. Tras varios minutos logramos
ubicarlo de tal manera que no interrumpiera el tránsito de los demás carros. En
una breve conversación amigable, me señaló a sus dos pequeños hijos que estaban
sentados en el asiento posterior.
La breve escena me
conmovió. Era el símbolo de la vida diaria. Ahí estaba ese hombre sacando
fuerzas de donde no las tenía para llevar a los que serían su más preciado
valor, sus hijos.
Nos dicen que tenemos que
luchar por conseguir nuestras metas personales. El discurso es el de siempre:
que la motivación está dentro de nosotros, que tenemos el motor y el ánimo y el
propósito guardados para salir adelante por nosotros mismos. Es mentira. La
gran mayoría de veces, el empuje viene de los otros, de su amor que nos empodera
y aviva. Por alguien somos más fuertes que por nosotros mismos. Por un hijo, un
padre, una esposa o un amigo somos capaces de vencer cualquier sacrificio. Por
amor nos convertimos en titanes.
Me quedé todo aquel día,
preguntándome a quiénes llevo sentados en el asiento posterior de mi automóvil.