La única salida para la depresión

Hay algunos que aún en el siglo XXI, ocultan y sienten vergüenza de confesar que sufren de Depresión. Y lo que es peor aún, algunos se niegan a la posibilidad y se rehúsan acudir a un especialista que se la diagnostique.

Esto es precisamente la gran peligrosidad de la Depresión y su carácter inhumano, que se trata de una enfermedad privada.

Yo, en varias oportunidades he confesado sin miramientos que he tenido que buscar ayuda psiquiátrica. Hace unos meses atrás, algo andaba mal en mí. Mis músculos no respondían. La gente -toda, la querida y la extraña- me incomodaba. La televisión me aburría. Mi trabajo, con todo lo apasionante y divertido que es, se convirtió en una servidumbre insostenible. Notoriamente, identifiqué que no se trataba de una tristeza que aflojara con una dosis de llanto a solas.

Buenas partes del día y especialmente los fines de semana, cuando me podía llenar de actividades placenteras, me convertía en un animal disecado. Las flores en sus millones de presentaciones, estorbaban mi desierto voluntario.

Ese entusiasmo por comenzar mis vacaciones de fin de año, se esfumó. Mi afición y devoción por el tiempo de Navidad desapareció bajo mis sábanas. ¿Planes? Ninguno. ¿Deseos próximos? Ni uno solo. Y la muerte, que ahora concibo como hermana y dulce y real, empezó a tener otra mirada. Me observaba de perfil. Me susurraba palabras sugerentes. Se pavoneaba al mediodía envalentonada como escape falaz para el próximo atardecer.




No eran nuevas todas esas señales. El único diálogo que efectuaba conmigo mismo era para decirme entre dientes que todo eso, no era yo. Y afortunadamente, pasadas varias semanas de dulce tortura, me persuadí que no quería seguir así, porque todo eso, no era vida.

Una tarde ya soleada de comienzos de diciembre, unas manos invisibles me cogieron suavemente, me condujeron a caminar sin voluntad pero con extraña determinación por la acera de mi avenida Pardo. A los pocos minutos estuve sentado a solas, ya sin esas manos insondables, dentro de un consultorio a puertas cerradas y en frente de mi doctora Martha. En treinta minutos mi rostro se habría convertido en una secuencia de movimientos y gestos. Pasé del llanto a la sonrisa nerviosa. Me agité. Temblé, Tomé aire y las palabras que llegué a balbucear cumplieron fielmente su cometido de pedir auxilio.

Me dicen valiente por haberlo vivido y resistirlo, por batirme a duelo conmigo mismo y por contarlo una vez más. Yo sólo sé que hay Algo (que es un Alguien) que primorosa y delicadamente me recondujo una vez más, a la Vida que me corresponde, merezco y necesito.


Déjate llevar, cuando tú mismo no quieras ir. 
Alguien te llevará.

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