¿Cómo soluciono estos conflictos?




No es casualidad que al encender mi celular me encuentre con dos eventos similares. Por un lado leo sobre el proyecto minero de Tía María, una crisis en el sur del país en que las partes del conflicto no llegan a un ningún tipo de acuerdo. Los pobladores, la empresa privada y autoridades sumidos en una humareda hostil donde todos gritan y creen tener la razón. Cada quien jala la cuerda hacia el lado de sus intereses. Por otro lado, leo sobre un par de amigos que fueron esposos y ahora, después de años con cientos de recursos judiciales en marcha, están más empantanados que nunca en un trance por tener cerca a su pequeña hija con un régimen de visitas que la favorezca.

Las disputas humanas me cuestionan y despedazan el juicio. Habrá miles de años de civilización, cientos de disciplinas, filosofías y religiones para hacernos más fácil la convivencia, decenas de herramientas tecnológicas para comunicarnos, gente supuestamente instruida y de buena fe; pero la guerra continúa. Parece que todo eso, de nada nos sirve. Nos seguimos agarrando a garrotazos y lanzas afiladas con esos que vemos como antagonistas.

¿Qué nos pasa? ¿Hemos fracasado como seres supuestamente inteligentes que resuelven problemas? ¿Se ha interrumpido nuestra evolución con esto que llamamos post modernidad? ¿No se supone que deberíamos avanzar hacia un armonioso orden universal? ¿Para que sirven tantos Coelhos, ONGs y premios nóbeles?

Me quedo con mi humilde teoría. Todo comienza con asumir mi responsabilidad, no atribuyéndosela a otros. Todo comienza con reconocer mi egoísmo e intransigencia. Todo comienza con abandonar mí salvaje individualismo. Todo comienza por compartir mi pedazo del pastel en vez de procurar obstinadamente lo que yo considero un reparto justo. Todo comienza por la bondad.

Y todo terminaría bien cuando reconozco que todos los demás, incluso los que menosprecio y considero mis competidores, son parte de un mismo todo. Cuando me doy cuenta de que todo lo que yo hago, atañe directamente al resto y todo lo que hacen los otros, me afecta. Somos, por el amor de Dios, navegantes de un mismo barco en un mismo océano y el mismo puerto de destino.   





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