Una palabra que no aguanto






Detesto la palabra aguantar que proviene de la palabra italiana “agguantare” que significa sostener fuertemente. Y ojo con la forma cómo se sostiene en la definición: fuertemente. Por tanto aguantar es una actividad mecánica y desgastante. Aguantamos a alguien o una circunstancia a golpe de nuestro cuerpo y equilibrio, como si fuéramos una maquinaria de construcción, a punta de nuestra propia resistencia física.

En el pasado, aguantar era un valor. Era un mérito. Y a decir verdad, hoy ha perdido toda actualidad. Antes eran admiradas esas parejas que perduraban decenas de años en un matrimonio a base de aguantarse mutuamente. “Lo aguanté por mis hijos” o por lo que sea, ya no son más afirmaciones  plausibles. No es justificable aguantar. Ahora es más usual escuchar a jóvenes decir que “No aguanto pulgas a nadie porque soy independiente”.

Y es que aguantar tiene ese ribete de hostilidad contenida, de frustración e infelicidad. Por años debo reconocer que aguanté el prejuicio y la intransigencia de quienes indirectamente pretendieron quererme hacer como ellos querían que yo fuera. Aguanté a costa de mí mismo, de mi propia personalidad, de mi salud y mi vida. Mientras se me requirió ser conservador, acartonado, delimitado y rectilíneo en mis emociones y gustos, tuve que tragarme muchos sapos y vivir la vida de otros.

Mejor es expresarse uno al precio que sea, mejor aclarar las cosas, mejor revelarse y poner los sentimientos encima de la mesa, sean de los colores que sean. Mejor es compartirse.

Y así, cuando uno deja de aguantar, cuando uno se muestra honestamente, erróneamente a lo que se creía, se gana la aceptación, el respeto y la valoración de los demás. Todos salen ganando sin culpables ni víctimas. La armonía y la feliz convivencia no tienen por qué pasar por el trago largo y amargo del aguante. El amor no acepta estoicismos tontos. La vida ya no tiene por qué tomarse como un ring de box en que se espera la campanada final que nos salve del golpe mortal. 

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