Ayer visité a una gran amiga que acaba de dar a luz. Por la tarde, llegué a su casa de sorpresa para conocer a su bebé recién nacido. Se alegró muchísimo de verme.

-Acaba de quedarse dormido, pasa al dormitorio para que lo veas- me invitó

Tras un tul blanco, en unas sábanas pulcrísimas y en medio de un silencio indescriptible, dormía el bebé. Me quedé contemplándolo unos minutos y el mundo se quedó suspendido. Mi amiga, de pie a unos metros, estaba revestida de una belleza también indescriptible que era invisible a los ojos. Es la belleza que irrumpe cuando se ama profundamente, tanto, que va más allá de nuestros limitados sentidos.

La escena era el símbolo de muchísimas cosas que los hombres buscamos por toda una vida: una paz elemental y perceptible más allá de lo material, una mimosa dedicación en las manos de la madre. Una expectativa. Una protección. Un comienzo.

Un bebé que llega al vientre de una mujer, a un hogar y al mundo, es el mensaje clarísimo de que Dios sigue confiando en nosotros, la humanidad. Aun confía en que sabemos amar y cuidarnos y colaborar con su obra. Aún nos encomienda su Creación.

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