Quisiera ser cebra
Apenas aparecen sigilosas
las leonas hambrientas, después de irse acercando centímetro a centímetro, las
cebras empiezan a correr. Son minutos de terror, velocidad y angustia. La manada corre despavorida por las llanuras del
Serengueti. Su instinto de conservación se pone a niveles altísimos. Sálvese
quien pueda. La leona realiza un salto mortífero y se lanza sobre la cebra más débil
o torpe, abraza su cuerpo y con las fauces bien abiertas busca la garganta para
darle un mordisco amplio y profundo. Al cabo de 5 o 10 minutos la presa muere
estrangulada con la presión del mordisco.
El banquete se inicia. La
comida está servida. Hay carne para todos.
Por otro lado, el resto
de las cebras ha vuelto a la normalidad. Regresan a su estado primitivo y
continúan comiendo su hierba quietamente. Se hace el silencio. El peligro pasó.
No hay más miedo. Se olvidan de que existen los leones y toda la manada sigue con
la vida de siempre.
Nosotros los hombres
somos diferentes. Muy diferentes a las cebras. Una vez que vemos un león en
nuestra vida, empezamos a correr y seguimos por siempre temblando aún cuando el
peligro ya terminó. Nunca volvemos a comer tranquilamente. El miedo se instala
para siempre y creemos que la vida será siempre un peligro eterno que nos
incapacitará para ser felices en la llanura. Tenemos que pagar un psicólogo.
Tomar ansiolíticos. Hacer yoga. Rezar. Colgarnos amuletos al cuello. Leer
libros de autoayuda. Aprender técnicas de defensa personal o andar armados.
Somos una especie cuyo recuerdo
de tiempos pasados y cruentos nos impide vivir el presente, vivimos preocupados
en el futuro. Vemos leones en todo sitio que asomemos. Somos espantadizos y cobardes.
Somos los más débiles de toda la creación porque vivimos eternamente nerviosos de
ser devorados. Es cierto, terminamos siendo devorados por el miedo, el maldito
miedo.